La historia de madame Popova, creadora de una agencia para matar maridos de esposas infelices


Madame Popova 2

En tres décadas, mandó al más allá a 300 hombres. Quisieron lincharla o quemarla en una hoguera, pero el fusilamiento fue más piadoso.

Carl Philipp Gottlieb von Clausewitz (1780–1831), militar prusiano y el gran teórico de la ciencia bélica moderna, escribió una sentencia memorable: «La guerra es la continuación de la política por otros medios».

Es posible que madame Alexe Khaterina Popova, rusa nacida en Samara, suroeste del país, distrito federal del Volga, a mediados de 1800, no leyera al gran estratega, pero –aunque con tétrica variante–, inauguró el asesinato serial como una reivindicación de género extrema.

Creó una agencia matrimonial como la primera de la historia –siglo XV– fundada en Barcelona por «Paula de las bodas», una casamentera que vivía en la calle de los Cecs de la Boquería… ¡pero al revés!

Popova empezó su empresa en 1879, y sin apuro. Primero: detectar parejas en crisis. Segundo: acercarse a ellas. Tercero: ganar la confianza de sus futuras víctimas. Cuarto: sembrar el arsénico –por ejemplo– en copas de vodka, bebida madre de Rusia, durante cordiales y alegres visitas sociales. Quinto: si no lograba filtrarse en la casa del matrimonio en cuestión, poner el arsénico, con las debidas instrucciones, en manos de la futura liberada.

Pero no hay tiempo que no se acabe ni tiento que no se corte, nos recuerda José Hernández en su Martín Fierro, válido en las pampas y también en las estepas…

El sistema, aunque eficaz durante casi tres décadas, se derrumbó por uno de los motores más poderosos del alma humana: la culpa.

Una de las mujeres –de las clientas–, y ya viuda por obra y gracia del veneno, no pudo soportar el peso de la verdad, y denunció a Popova.

Un escuadrón de policía llegó hasta la mansión de madame, dueña ya de una fortuna hecha gota a gota (tarifas bajas y módicas dosis de arsénico), y le echó mano.

Mientras los agentes la interrogaban prima facie y rastreaban cada rincón del lugar en busca de pruebas, la noticia llegó a la calle, y en poco más de una hora convocó a una cientos de almas decididas a linchar a la asesina, o quemarla en una hoguera pública: fue necesario dispersarlas a palazo limpio…

Ya frente al tribunal, y después de intentar una débil defensa («Mi dinero viene de comprar herencias y de tratar enfermos con hierbas»), confesó con pelos y señales:
–En los últimos treinta años me ocupé de matar a hombres que trataban a sus mujeres como esclavas. Fueron actos de caridad justificada. No soy una asesina. Usé un veneno lento y natural, de modo que ellos murieron sin darse cuenta de que habían tomado arsénico.

Admitió que las víctimas eran, muerto más o menos, «unos cuarenta», pero la cifra real batió récords entre el puntaje de los asesinos seriales pasados… y hasta futuros: en treinta años, ¡trescientos hombres enviados al más allá!

No fue posible encontrar a la mayoría de las mujeres liberadas de tan siniestra manera: algunas habían muerto, otras se habían mudado sin dejar indicado su paradero, y otras huyeron en cuanto se descubrió el espantoso plan de la Popova, digna alumna de madame Montespan, la última amante del rey Luis XIV, que pasó a la historia como «la envenenadora de Versailles».

Juicio y condena fueron rápidos. La fusilaron en San Petersburgo en 1909.

Bien pudo ser uno de los personajes de Borges en su Historia Universal de la Infamia. Se habría ganado ese sitial con absoluta justicia.

 

 

 

 

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